Con la llegada de septiembre, la ciudad de Cuenca reaviva sus adormecidos entusiasmos. Un cartelón en la Plaza Mayor, en el piso superior del restaurante Mangana, se encarga con toda puntualidad, día a día, de anunciar a la ciudadanía cuántos días faltan para que llegue la esperada fecha de San Mateo, el momento clave, el más esperado. Podría decirse, sin exagerar mucho, que aquí todo se mide por ese acontecimiento. En otros lugares, ya lo sabemos, hay otros intereses, pero en Cuenca, que no espera nada de la industrialización imposible ni de la recuperación del tren o de otras gabelas que son propias para sensibilidades de otro tipo, lo que importa es poder celebrar alegremente las fiestas de San Mateo y el bondadoso Ayuntamiento, dócil a los intereses y necesidades de los ciudadanos, acude presuroso a contratar las vaquillas (todo un ceremonial), a organizar los festejos y, naturalmente, a embellecer los espacios emblemáticos de la parte alta de la ciudad, como ocurre en la Plaza Mayor y en sus accesos, bien cubiertos de las simbólicas y artesanales banderolas que pretenden rememorar, mal que bien, el ambiente de la Edad Media. Ha llegado San Mateo y sus fiestas ancestrales. ¿Se puede pedir más en esta vida?
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