El 3 de abril, o sea, este domingo que acaba de pasar, José Hierro, llamado por todos Pepe Hierro, hubiera cumplido cien años. Nació en Madrid, aunque él mismo se consideró siempre originario de Cantabria, asunto a fin de cuentas baladí porque en realidad, como muchos otros, fue ciudadano del mundo, capaz de llevar a cabo esa miscelánea vital que podía trasladarle, en persona y en verso, desde Nueva York a Priego, sin especiales problemas, porque todo le interesaba y a todo se adaptaba.
En la conmemoración del
centenario nadie en Cuenca, que yo sepa (y si hubo alguien lo corrijo de
inmediato) se acordó de aquel hombre magnífico, vitalista como pocos, de voz
ronca y mirada profunda, a la vez que poeta de enorme sensibilidad. Sí se
acordó Manolo Rico, ensayista, novelista, poeta y crítico literario, que en
recuerdo de Pepe Hierro introdujo una alusión nostálgica a los buenos días
vividos por ambos (y por muchos más, yo también) durante los cursos de poesía
de Priego, nacidos e impulsados por Diego Jesús Jiménez y sostenidos por un
grupúsculo de animosos hasta que el viento de la política se los llevó por
delante.
Pepe Hierro fue habitual de los
cursos de Priego. Con sus versos, con sus atinadas observaciones y con su
enorme capacidad para la charla, la convivencia, la tertulia, el discurso y la
lectura poética. Lo recuerdo ahora, cuando hubiera cumplido cien años y cuando,
al menos en apariencia, nadie se acuerda ya de los cursos de Priego.
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