domingo, 15 de noviembre de 2020

EN LA MUERTE DE ANTONIO MORENO



 No es ningún descubrimiento. Jorge Manrique lo dejó dicho, hace ya cinco siglos, y sus versos siempre nos vienen bien a quienes, desde el estupor, por no decir el mazazo de una noticia, nos enfrentamos a un hecho consumado, irrebatible, inamovible:

             Cómo se pasa la vida / cómo se viene la muerte / tan callando…

 Sabemos de sobra que eso es así, pero siempre sentimos un arrebato de rebeldía, de protesta: por qué llega inesperadamente, por qué no nos permite un último gesto, una última palabra, de despedida. Yo pude haberla tenido con Antonio Moreno hace unos días, coincidentes ambos en la doméstica faena de comprar el pan en la tienda de nuestro barrio. En cambio, ese último encuentro lo resolvimos con unas frases tópicas (el tiempo, la pandemia) y algún chascarrillo crítico sobre las desventuras del casco antiguo de Cuenca. Ni una sola palabra alusiva a una posible despedida, a un adiós definitivo. Nos dijimos adiós como si tal cosa, en espera del próximo encuentro casual.

 Si mi memoria no está desencaminada, Antonio Moreno y yo éramos los más veteranos supervivientes del Diario de Cuenca, aquel vetusto y añorado periódico, en el que se hizo un tipo de periodismo que, visto desde la distancia, fue sencillamente admirable, por los medios disponibles y por las condiciones ambientales. En aquel conglomerado humano, la personalidad de Antonio era desbordante, en todos los sentidos, tanto cuando hablaba, expresando en voz ciertamente estentórea sus opiniones, como cuando dejaba correr sus manos sobre la máquina de escribir para enhebrar larguísimas crónicas que ocupaban cuanto menos una página entera del periódico, para hacer la crónica de la Balompédica, o el detalladísimo seguimiento del concurso hípico, o para contar las hazañas poco menos que heroicas, de Luis Ocaña.

 Dedicación que no era exclusiva, sino complementaria a su oficio real, el de maestro, que ejercía con rigurosa puntualidad diariamente para luego ocupar, en su teórico tiempo libre, el necesario para llenar páginas y más páginas del periódico. Y en el que en no pocas ocasiones ponía en juego la viveza de su genio para clamar contra escritos incorrectos de algún colaborador o corresponsal, al que reprendía y corregía en busca siempre de la expresión justa y la palabra bien puesta en el sitio que debía ocupar.

Cincuenta años de recuerdos y vivencias dan para mucho y no es cosa de exprimirlos todos aquí y menos hoy, que toca, por una triste jugada del destino, enterrar a un amigo que se ha ido tan inesperadamente, tan callando.

 

 

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