No es ningún descubrimiento. Jorge Manrique lo dejó
dicho, hace ya cinco siglos, y sus versos siempre nos vienen bien a quienes,
desde el estupor, por no decir el mazazo de una noticia, nos enfrentamos a un
hecho consumado, irrebatible, inamovible:
Cómo se pasa la vida / cómo se viene la
muerte / tan callando…
Sabemos de sobra que eso es así, pero siempre sentimos
un arrebato de rebeldía, de protesta: por qué llega inesperadamente, por qué no
nos permite un último gesto, una última palabra, de despedida. Yo pude haberla
tenido con Antonio Moreno hace unos días, coincidentes ambos en la doméstica
faena de comprar el pan en la tienda de nuestro barrio. En cambio, ese último
encuentro lo resolvimos con unas frases tópicas (el tiempo, la pandemia) y
algún chascarrillo crítico sobre las desventuras del casco antiguo de Cuenca.
Ni una sola palabra alusiva a una posible despedida, a un adiós definitivo. Nos
dijimos adiós como si tal cosa, en espera del próximo encuentro casual.
Si mi memoria no está desencaminada, Antonio Moreno y yo
éramos los más veteranos supervivientes del Diario
de Cuenca, aquel vetusto y añorado periódico, en el que se hizo un tipo de
periodismo que, visto desde la distancia, fue sencillamente admirable, por los
medios disponibles y por las condiciones ambientales. En aquel conglomerado
humano, la personalidad de Antonio era desbordante, en todos los sentidos,
tanto cuando hablaba, expresando en voz ciertamente estentórea sus opiniones,
como cuando dejaba correr sus manos sobre la máquina de escribir para enhebrar
larguísimas crónicas que ocupaban cuanto menos una página entera del periódico,
para hacer la crónica de la Balompédica, o el detalladísimo seguimiento del
concurso hípico, o para contar las hazañas poco menos que heroicas, de Luis
Ocaña.
Dedicación que no era exclusiva, sino complementaria a
su oficio real, el de maestro, que ejercía con rigurosa puntualidad diariamente
para luego ocupar, en su teórico tiempo libre, el necesario para llenar páginas
y más páginas del periódico. Y en el que en no pocas ocasiones ponía en juego
la viveza de su genio para clamar contra escritos incorrectos de algún
colaborador o corresponsal, al que reprendía y corregía en busca siempre de la
expresión justa y la palabra bien puesta en el sitio que debía ocupar.
Cincuenta años de recuerdos y vivencias dan para mucho y
no es cosa de exprimirlos todos aquí y menos hoy, que toca, por una triste
jugada del destino, enterrar a un amigo que se ha ido tan inesperadamente, tan
callando.
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