De una manera elegante, sencilla,
sin alharacas especiales, como si fuera algo totalmente normal (dentro de la
nueva normalidad, podríamos decir), el Museo Nacional Reina Sofía pone en
marcha una muy atractiva exposición, dedicada a Piet Mondrian y la revista De
Stifl que él impulsó y con la que dio entrada a una nueva manera de concebir el
arte, a partir del predominio casi absoluto de las líneas rectas y los colores
rotundos, llamativos. Los aficionados, curiosos o gentes de la cultura en
general, pueden verla en Madrid desde el pasado día 11, en que se inauguró,
hasta el 1 de marzo del año que viene.
Con la misma elegante discreción, el
Guggenheim de Bilbao ha abierto igualmente sus puertas para ofrecer al interés
colectivo la que igualmente parece ser una muy excelente exposición, en este
caso dedicada a la obra de Vassily Kandinsky, considerado un pionero de la
abstracción, un auténtico innovador del arte que empezaba a definirse a
comienzos del siglo XX. Su obra podrá verse en este magnífico museo hasta el 23
de mayo.
Aplaudo y envidio a estos museos,
uno en la capital del reino, otro en la antiguamente brumosa capital del norte.
Los envidio porque ellos no tienen ningún problema con el coronavirus y por
tanto pueden montar exposiciones tranquilamente, y abrirlas al público que,
como se suele decir, con medidas de seguridad, con distanciamiento entre
personas, con la mascarilla puesta, desde luego, y demás martingalas inventadas
para controlar esta situación, puede ir a verlas. Y me pregunto, como el
incauto que soy, por qué en otros sitios no se aplican tales privilegios y los
museos y salas de exposiciones tienen que estar cerrados a cal y canto.
La respuesta es sencilla: siempre ha
habido categorías y distinciones.
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