De tierras francesas nos llega la
noticia de la muerte de Rodolfo Llopis Boyé, y no a causa del maldito
coronavirus, sino de un paro cardíaco. Hace dos años, justo en estas fechas del
mes de octubre, vino por última vez a Cuenca, a participar en una serie de
actos organizados en memoria de su padre, incluyendo una exposición y la
proyección de un documental ciertamente interesante.
De mucho más atrás me venía la
relación epistolar con Rodolfo Llopis hijo, de cuando supo que yo tenía a mi
cargo la elaboración de propuestas para otorgar nombres a las calles de Cuenca
y en esa relación figuraba su padre, que no pudo salir adelante a la primera
(quizá era todavía demasiado pronto) pero sí a la segunda, cuando ya soplaban
vientos más favorables a estas innovaciones. Entonces se generó entre nosotros
una amistosa correspondencia, que luego se intensificó cuando mi mujer,
Clotilde Navarro, y yo mismo, participamos en una publicación monográfica
dedicada a glosar la actividad de Llopis desde la perspectiva educativa, un
terreno en el que fue fundamental, y específicamente en Cuenca, donde dejó un
rastro imborrable como profesor ejemplar de la Escuela Normal además de ser el
responsable directo de que se pudiera construir el magnífico edificio que fue
sede de esta institución educativa.
Como
sucede con todos los muertos, de esta amistosa relación epistolar, felizmente
ratificada en persona aquel día, conservo una nutrida colección de mensajes
intercambiados entre ambos y que, como pude comprobar en persona, podían
transmitir una personalidad amable y cordial, de un sano equilibrio emocional y
un claro juicio con el que afrontar la realidad del presente y las amarguras
del pasado.
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