No me he parado nunca a pensar en cuántas
catedrales hay en España (del mundo entero no hablo) que tengan la entrada al
final de una escalinata. Pienso de memoria y todas las que me vienen a la mente
están a nivel de suelo, o sea, sin escalones, aunque seguro que hay alguna,
como la de Santiago de Compostela, pero su disposición no se presta a que en
ella ocurra lo que pasa en la de Cuenca, y por eso la traigo aquí. Y es que los
amplios escalones dispuestos delante de la fachada de nuestro hermoso (e inacabado,
por eso es aún más original) templo prestan una indudable utilidad, la de
servir como asientos en los que los cansados viajeros, hartos de callejear y
subir y bajar cuestas, encuentran un momento placentero. Es interesante señalar
que en el país de las prohibiciones, parece que a nadie se le ha ocurrido
todavía imponer esa restricción en las escaleras de la catedral. Ni falta que
hace, diría yo. La imagen de estas personas, plácidamente sentadas, unas
leyendo el periódico o un folleto, otras repasando las fotos del móvil, la de
más allá haciendo quien sabe qué, nos ofrece un espectáculo pacífico, sosegado,
muy familiar.
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