Uno va por la calle, tranquilamente, sin meterse
con nadie y sin temer que tampoco nadie le moleste a uno, cuando de pronto,
inopinadamente, sin previo aviso, se encuentra con una especie de coro musical
que agrupado en una acera, ahí mismo, en Carretería, está ofreciendo al público
paseante una especie de concierto. Como uno, de natural es curioso, se para a
ver de qué va la cosa, advirtiendo, en seguida, que es uno de esos repetidos
montajes místico-religiosos en que adeptos a no se sabe muy bien qué secta
espirituosa intenta captar nuestra atención. Esta, por lo que dice el pequeño
pasquín que distribuyen, no parece responder a ninguna religión conocida. La
luz del mundo es su mensaje y pregonan la difusión de temas bíblicos de
actualidad. No piden nada, no venden nada y no se sabe bien cual es su propósito
en esta mañana dominguera en la que, sencillamente, cantar a capella unas
cuantas cancioncillas envueltas en ese lenguaje bonachón que nos habla de
buenas intenciones y felices resultados para quienes confían en el mensaje de
un Dios inaprensible. Todas son mujeres y van severamente ataviadas, de oscuro,
sin permitir ni una ligera nota de color o un leve atrevimiento decorativo. Las
oigo durante unos minutos y luego sigo a lo mío, indiferente y descreído. No
molestan, no hacen ningún mal. Solo cantan y ocupan un fragmento de acera. Y en
la severa mañana conquense ponen un poco de música anodina, sin especial
trascendencia, salvo para alguien que se quiera dejar atrapar. Los demás, que
somos mayoría, seguimos a lo nuestro, indiferentes a mensajes trascendentales
que hablan del más allá. Es más preocupante lo que tenemos al alcance de la
mano, aquí mismo, en el devenir de cada día.
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