La
pacífica vida de nuestros pueblos, acostumbrados siempre a la docilidad derivada
de la obediencia ante los que mandan, se encuentra ligeramente alterada en los
últimos tiempos a cuenta de ese despliegue, sin duda excesivo, que están
llevando a cabo las empresas cárnicas, empeñadas en levantar granjas enormes
para el cebo y consiguiente sacrificio de ingentes cantidades de cerdos. El
pretexto para estas cosas es el mismo, siempre el mismo: dinero, riqueza, beneficios
económicos, quizá algún puesto de trabajo. Otras cuestiones tangenciales, como
la sanidad, la higiene, la pureza del medio ambiente, la contaminación y demás
insignificancias no merecen especiales consideraciones, a las que se pliega,
con la debida prudencia, el poder político que siempre está midiendo en votos
lo que sucede a su alrededor. Una vez, hace tiempo, se me ocurrió preguntar,
inocentemente, que si los españoles estábamos en condiciones de consumir tanta
carne de cerdo. El interlocutor, buen conocedor de lo que se está cociendo, me
miró de la forma que se mira a los tontos ignorantes y contestó, displicente:
los españoles no, pero los chinos son mil millones y están esperando que les
llegue esta carne.
Poderoso
señor es Don Dinero y si viene de China, puede arrasar lo que se le ponga por
delante. Aquí, los pueblos, sólo pueden consolarse poniendo pancartas y letreros
en puertas y ventanas. Y si es en la carretera, a la vista de todo el que pase
por allí, mejor que mejor.
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