En el episodio truculento de la eliminación
del tren convencional por Cuenca, ejecutado al mejor estilo autoritario del
antiguo régimen, mediante la aplicación efectiva y directa del ordeno y mando,
sin estudios previos, sin debate parlamentario o social, sin consideración
alguna a los daños que pudieran producirse, hay un componente que personalmente
me ha llamado mucho la atención, teniendo en cuenta quien soy, esto es, un
periodista de la vieja escuela, que ha creído siempre, hasta ahora en que
empiezo a dudarlo, en el valor objetivo de las noticias y en el interés de los
medios informativos por acudir allí a donde hay un hecho digno de ser aireado y
quizá comentado. Durante casi veinte años fui corresponsal de una agencia de
noticias, Europa Press, y de un diario, El
País, en el que estuve integrado desde el día en que nació y hasta 1990.
Por eso se que no es fácil que un medio de información de ámbito nacional abra
en sus páginas huecos para acoger noticias diminutas de provincias
insignificantes; intentarlo era un singular combate dialéctico con el
responsable de turno de la sección de Nacional para conseguir convencerlo de
que aquello que ocurría en Cuenca merecía un hueco en el amplísimo contenido
del gran periódico. Ahora ya no hay corresponsal de El País en Cuenca y probablemente de ningún otro periódico
importante. Por eso -y llego ya a la conclusión final de este comentario- uno
de los ingredientes de este suceso que me han impactado especialmente es la
total ausencia de repercusión en los medios de ámbito nacional. De lo que pasa
en los locales, condicionados por la publicidad de las instituciones oficiales,
no digo nada. Bastante tienen con esa servidumbre, pero el silencio ominoso de
los nacionales es el reflejo de algo mucho más profundo: el total desinterés de
los grandes periódicos por lo que ocurre en la España real. A esos efectos,
Cuenca ha dejado de existir. Los pequeños problemas domésticos que puedan
ocurrir aquí no tienen ningún interés ni van a obtener relevancia alguna. Esa
es la tristísima consecuencia última que acongoja a alguien que lleva
ejerciendo el periodismo, como informador y comentarista, desde hace más de
sesenta años. Una pena.
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