¿Quién no ha cantado alguna vez, por
lo común a voz en grito, sin preocuparse por la entonación, aquello de “Triste
y sola, sola se queda Fonseca…”, seguramente sin saber muy bien quien era el
tal Fonseca ni por qué se quedaba sola y no solo, como se podría deducir del
apellido en cuestión? Por supuesto, en Salamanca lo saben muy bien y muchos de
quienes han ido de turismo a tan emblemática ciudad también lo han aprendido.
Pues las terrazas de la Plaza Mayor de Cuenca se han quedado como el Colegio
Mayor del obispo Fonseca, tristes, solitarias y vacías. Tanto que esta imagen
es casi histórica, porque al día siguiente de hacerla, los bares de la Plaza cerraron
sus puertas y apenas si hay uno, en la parte de atrás, junto a la estatua de
Alfonso VIII, que aún permanece abierto, nadie sabe si por espíritu heroico o
esperando que pase la tormenta que está arrasando con todo.
Por esas cosas que pasan, las
terrazas de los bares, un anecdótico complemente veraniego, que duraba lo que
el verano en Cuenca, o sea, un mes o a la sumo algo más, se han convertido en
el paradigma del ocio y de la libertad, extendiéndose por aceras y plazoletas,
buscando sitio donde casi no lo hay y ofreciéndose no ya únicamente como el
espacio adecuado para tomar un aperitivo o el desayuno mañanero, sino como un
ámbito apropiado para estar, ver a los amigos, hacer tertulia (siempre menos de
seis) o, en definitiva, para sentir que estamos vivos pese a la insistencia de
algunos sectores por abrumarnos con noticias mortuorias y comentarios
deprimentes. Parece que ya nos hemos olvidado que la consigna, repetida cuando
empezó este desastre, era la de resistir a toda costa, no dejarnos acongojar
por la difusión del maligno, sacar fuerzas de flaqueza y mostrarnos solidarios,
con los que sufren y con los que se afanan en mantener activa la maquinaria de
la vida.
Las terrazas lo han intentado
eficazmente durante todos estos meses. Ahora cierran, quizá contando con los
dedos de la mano lo que falta para que la bonanza del tiempo permita reabrirlas.
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