En una premonición
de lo que yo podría escribir apenas unos días después, Javier Marías lo dijo
con palabra cierta y oportuna: “Como si la enfermedad que nos amenaza agravara
las dolencias particulares, en este periodo de 2020 han sido demasiados los
amigos que se han despedido del mundo por causas ajenas al coronavirus”. Miguel
Ángel Moset le tenía pánico a la pandemia y sin embargo, esta noche, mientras
dormía, su corazón se ha parado de improviso produciendo esa sensación de
estupor y desconcierto en que uno se ve inmerso ante lo inesperado. Porque no
había ningún motivo objetivo para que se pudiera morir, si es que hay alguna
razón coherente que sirva para explicar las actuaciones de la fúnebre dama, empeñada
siempre en hacer buena la sentencia de Jorge Manrique: “Cómo se viene la
muerte, tan callando”.
Se va,
se ha ido, un gran artista, de los mejores seguramente que forman la generación
siguiente a la que dio tanto renombre a Cuenca al amparo de Fernando Zóbel y el
Museo de Arte Abstracto, una época tantas veces recordada, con un sentimiento
en el que se combinan la nostalgia y la envidia y en la que Miguel Ángel Moset
empezó a desarrollar su aprendizaje estético para aplicarlo en seguida al
imaginario creativo que ha cultivado, con amplitud de objetivos, con un tan
exquisito gusto por las formas y el color hasta conseguir algo difícil para
cualquier artista: ser fácilmente reconocible. El estilo, eso indefinible pero
cierto, está siempre patente en su obra, de manera que uno puede identificarlas
a distancia aunque no sea un experto en arte. Los cuadros de Moset transpiran
equilibrio, sensibilidad, cromatismo, expresividad, una suerte de delicada
exuberancia formal envuelta en una enorme capacidad para interpretar la
intervención de la luz en su pintura.
Quienes
tuvimos la inmensa suerte de compartir con él relaciones, conversaciones,
tertulias, comentarios, amistad, conocemos además la otra dimensión, la humana,
que corresponde a una persona siempre alegre y dicharachera, con un punto
irónico, comunicador empedernido, sensiblemente preocupado por los
incontenibles desafueros que van marcando el devenir del casco antiguo de Cuenca.
Para
ilustrar este comentario he elegido un pequeño cuadrito que Moset me dio con un
destino muy concreto. Cuando hace unos años puse en marcha la edición de una
colección de Poesía, pensé que cada libro debería ir encabezado por una portada
de artista, para así enlazar las dos nobles virtudes de la antigüedad clásica y
a Miguel Ángel (que siempre tuvo experiencia en el mundo de la edición) le pedí
la primera, sabiendo ambos que lo que él hiciera para ese volumen inicial
marcaría el futuro estético de la colección. Este es el cuadro que me dio y con
él diseñamos la portada de Arqueros en mi
fiesta, de Miguel Mula.
Vuelvo
a Javier María, al mismo texto señalado al inicio de mis palabras: “Las mejores
vidas resultan cortas, porque siempre les quedarán cosas buenas por hacer”.
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