lunes, 5 de octubre de 2020

UN ARTISTA EN TODA LA EXTENSIÓN DE LA PALABRA

 


            En una premonición de lo que yo podría escribir apenas unos días después, Javier Marías lo dijo con palabra cierta y oportuna: “Como si la enfermedad que nos amenaza agravara las dolencias particulares, en este periodo de 2020 han sido demasiados los amigos que se han despedido del mundo por causas ajenas al coronavirus”. Miguel Ángel Moset le tenía pánico a la pandemia y sin embargo, esta noche, mientras dormía, su corazón se ha parado de improviso produciendo esa sensación de estupor y desconcierto en que uno se ve inmerso ante lo inesperado. Porque no había ningún motivo objetivo para que se pudiera morir, si es que hay alguna razón coherente que sirva para explicar las actuaciones de la fúnebre dama, empeñada siempre en hacer buena la sentencia de Jorge Manrique: “Cómo se viene la muerte, tan callando”.

            Se va, se ha ido, un gran artista, de los mejores seguramente que forman la generación siguiente a la que dio tanto renombre a Cuenca al amparo de Fernando Zóbel y el Museo de Arte Abstracto, una época tantas veces recordada, con un sentimiento en el que se combinan la nostalgia y la envidia y en la que Miguel Ángel Moset empezó a desarrollar su aprendizaje estético para aplicarlo en seguida al imaginario creativo que ha cultivado, con amplitud de objetivos, con un tan exquisito gusto por las formas y el color hasta conseguir algo difícil para cualquier artista: ser fácilmente reconocible. El estilo, eso indefinible pero cierto, está siempre patente en su obra, de manera que uno puede identificarlas a distancia aunque no sea un experto en arte. Los cuadros de Moset transpiran equilibrio, sensibilidad, cromatismo, expresividad, una suerte de delicada exuberancia formal envuelta en una enorme capacidad para interpretar la intervención de la luz en su pintura.

            Quienes tuvimos la inmensa suerte de compartir con él relaciones, conversaciones, tertulias, comentarios, amistad, conocemos además la otra dimensión, la humana, que corresponde a una persona siempre alegre y dicharachera, con un punto irónico, comunicador empedernido, sensiblemente preocupado por los incontenibles desafueros que van marcando el devenir del casco antiguo de Cuenca.

            Para ilustrar este comentario he elegido un pequeño cuadrito que Moset me dio con un destino muy concreto. Cuando hace unos años puse en marcha la edición de una colección de Poesía, pensé que cada libro debería ir encabezado por una portada de artista, para así enlazar las dos nobles virtudes de la antigüedad clásica y a Miguel Ángel (que siempre tuvo experiencia en el mundo de la edición) le pedí la primera, sabiendo ambos que lo que él hiciera para ese volumen inicial marcaría el futuro estético de la colección. Este es el cuadro que me dio y con él diseñamos la portada de Arqueros en mi fiesta, de Miguel Mula.

            Vuelvo a Javier María, al mismo texto señalado al inicio de mis palabras: “Las mejores vidas resultan cortas, porque siempre les quedarán cosas buenas por hacer”.

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