
Como si hubiéramos vuelto a los orígenes de la
civilización cristiana, cuando las iglesias y catedrales eran el punto de
referencia para la vida social de la colectividad humana asentada en ese lugar,
también ahora, en esta situación excepcional que vivimos, cuando la sociedad
civil parece inmersa en una atonía preocupante (no en todo, sí en materia de
cultura), como antaño, la catedral es el único lugar que abre sus puertas, con
todas las medidas de precaución que se nos repiten machaconamente, pero las
abre y así por lo menos de vez en cuando encontramos un resquicio por el que
poder respirar al compás de la música.
Que es, como se puede imaginar, religiosa, pero no
estrictamente religiosa. Por ejemplo, la de este sábado, bien podrían pasar por
un encuentro amigable y elegante en un salón palaciego, en el que un grupo de
músicos interpreta alegres melodías, de las que ayudan al sosiego del alma e
incluso a danzar acompasadamente. En el improvisado escenario, con el Arco de
Jamete de fondo (ahora estrenando el Ecce Homo que ha sido devuelto al
parteluz) y los espectadores distribuidos de manera estratégica en los sectores
del crucero, los Ministriles de Marsias pusieron sonidos cargados de emoción,
belleza y armonía, para recrear el ambiente musical propio de épocas pasadas,
entre los siglos XV y XVIII, con un saludable repertorio de pavanas,
jerigonzas, tientos, tonadas palaciegas, canciones y también, por supuesto,
alguna melodía religiosa, sin que faltara entre unas y otras el impresionante
sonido del órgano para hacer contrapunto a corneta, chirimía, sacabuche, bajón
y bajoncillo, apasionante y divertida mezcolanza de sonidos y ritmos.
Divertida, digo, que parece un calificativo poco apropiado para un concierto,
pero es que este lo fue y esa, entre otras muchas, fue una de sus virtudes,
para consuelo de quienes allí acudimos y echamos de menos otra oportunidad como
esta.
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