La película del momento tiene un nombre que puede sugerir muchas cosas: El Brutalista. La interpreta Adrien Brody, renacido de las cenizas de una década oscura y con su versión del arquitecto Laszlo Toth bien encaminado hacia la estatuilla oscarizada. La dirige Brady Corbet, hasta ahora actor de poco renombre y director de segunda fila, igualmente encumbrado hacia el éxito. Entre los ingredientes llamativos de la película, su duración, 215 minutos, con un descanso de 15 en el intermedio.
Visto el
argumento, e incluso la película, surge la pregunta: ¿qué significa
“brutalista”? ¿Era Laszlo Toth un bruto? ¿O lo era el sistema, el ambiente
americano en el que se integra? ¿O quizá el drama de donde procedía, en Europa,
la guerra mundial y sus secuelas? Más sencillo y directo: Laszlo Toth era un
arquitecto partidario del brutalismo, una corriente estética, pero también
ética, que propugna la formación de edificios elaborados con materiales simples
y directos: ladrillo, cemento, vidrio y perfiles de acero laminado para ofrecer
una estructura clara y rotunda, sin adornos decorativos que puedan distraer la
esencia de la obra. El resultado son moles macizas, en la que predominan las
líneas rectas y que ofrecen volúmenes compactos, de firme visibilidad. Según el
crítico y teórico Peter Reyner Banham, un edificio brutalista debe poseer una
imagen memorable, no necesariamente bella, una estructura clara y materiales
sin manipular.
El brutalismo
alcanzó su punto más dinámico al final de la II Guerra Mundial y tuvo buena
acogida en España durante la segunda mitad del siglo XX. Los entendidos citan
como ejemplos la Universidad del País Vasco, la Universidad Autónoma de Madrid,
la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense y la
torre del Complejo Cuzco, en Madrid. En general y por abreviar se puede decir
que estas edificaciones ofrecen una imagen mastodóntica, maciza, sin
florituras. La misma impresión que produce el edificio que diseña Toth en la
película.
En Cuenca hay
un excelente ejemplo de la arquitectura brutalista: el hotel Claridge, situado
en el kilómetro 185 de la antigua carretera N-III, en el término de Alarcón y
frente a la carretera que conduce hacia la histórica villa. Lo construyó en
1969 la empresa Auto-Res, que en ese punto tenía parada en su viaje entre
Madrid y Valencia. El edificio fue diseñado por el arquitecto Roberto Puig
Álvarez quien lo concibió en dos bloques. En la parte delantera y las primeras
plantas están las zonas comunes, el comedor y la cafetería; detrás y en los
pisos superiores, las habitaciones; había también una piscina al aire libre y,
desde las ventanas traseras, unas espectaculares vistas al embalse de Alarcón.
Durante dos
décadas, el hotel fue uno de los más concurridos en ese trayecto, incluyendo
los numerosos visitantes de Alarcón. Todo eso cambió cuando el 3 de diciembre
de 1998 se inauguró la autovía A-3, que va por otro trazado y la antigua
carretera quedó sin tráfico y el hotel sin clientes. La empresa Auto-Res
aguantó poco: en unos pocos meses lo cerró, despidió a todos los empleados y el
Claridge empezó a ser lo que hemos podido ver en todos estos años: una ruina
progresiva, en la que sus habitaciones iban siendo ocupadas por la maleza, los
cascotes y la suciedad. Escenario adecuado para filmar alguna película
necesitada de esos ambientes, como Un día perfecto, de Fernando León de
Aranoa, que en los desangelados salones del hotel encontró la ambientación
adecuada para alojar cascos azules durante la guerra de los Balcanes. El nuevo
propietario del edificio, el Banco Santander, lo puso en venta por un millón de
euros. Quien lo compre deberá aportar otra buena cantidad para rehabilitarlo y
ponerlo en condiciones. Cinco mil metros cuadrados esperan esa intervención. Al
parecer, ya hay alguien dispuesto a hacerlo. Estará muy bien que el Claridge se
salve y utilice y que siga vivo este magnífico, a la vez que curioso, ejemplo
de la arquitectura brutalista en la provincia de Cuenca.